"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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viernes, 30 de septiembre de 2011

UNA FÁBULA PARA MAMÁ Y PAPÁ



El lobo llamó a la puerta por tercera vez y, esta vez sí, los cabritillos engañados abrieron la puerta. El lobo entonó entonces aquello de: “Cabritillos, voy a comeros.” Sin embargo, tanto habían esperado la llegada del lobo, tanto les había hablado su mamá de la tradición de su fábula que los animalitos, lejos de amilanarse, saltaron con alegría inusitada, retozando y discutiéndose, incluso, los primeros lugares para ser devorados por el famoso lobo. El fiero animal, perplejo por aquella reacción, decidió entonces empezar a devorar al más grandote de ellos y, sucesivamente, ir devorando a los cabritillos más lindos y apretados del grupo, de forma que, un rato después, cuando llegó a un estado de saciada plenitud, sólo le quedaba un animal: el más pequeñito de todos, que, como siempre, era el más listo, pero también el más acomplejado, por aquello de la pequeñez. El lobo, bisojo ante tanto hartazgo, le dedicó una mirada de consuelo y le dijo: “Chico, contigo creo que no voy a poder. Estoy demasiado lleno. Voy a reventar.” Entonces el pequeño comenzó a llorar y a reclamar su derecho a ser devorado como los demás. Pero el lobo, insensible, se marchó, dejando a aquella criatura desconsolada en su llanto.
La mamá cabra regresó de su trabajo, reventada de tanto ordeño, de tanto pastoreo, de subir y bajar peñas y peñas sometida a un pastor explotador e insensible, con ganas de ver a unos cabritillos a los que tenía abandonados por razones que ella no quería pensar. Al abrir la puerta, encontró echado en el suelo al pequeño cabritillo solitario, sollozando y envuelto en una severa melancolía, lo cual le sorprendió sobremanera, pues solía ser este un cabritillo espabilado y vivaz. Cuando el pequeño le explicó, la señora cabra dijo enfurecida: “Pero cómo se atreve el maldito lobo a dejar solo al más pequeño. Qué injusticia. Vayamos en su búsqueda, le enseñaremos la lección de Todos o Ninguno.” Y allá que fueron madre e hijo siguiendo el rastro del lobo, buscando a lo largo del bosque alguna pista que revelara su presencia. Al cabo de un rato, lo encontraron; sin embargo, no como ellas habían esperado encontrarlo: no con su barriga hinchada, su ronquido sonoro y sus tripas vibrantes. No. Cerca de la orilla del río hallaron su cabeza, desgajada del resto del cuerpo; algo más allá las patas y, en medio, un reguero de sangre. Se sorprendieron con estupor de aquel hallazgo. Entonces la mamá cabra, ofreciendo al cielo una cara descompuesta y trágica, entonó su final desconsuelo: “Malditos cabritillos, ni siquiera al lobo.”

sábado, 24 de septiembre de 2011

EL IMPOSTOR

José Antonio Nisa
“¡No te vayas por favor! ¡No me dejes sola!¡Tengo miedo!”. La mujer se aferraba a su cuello, presa de un estado de pánico que tras los sucesos de los últimos días había cristalizado en su corazón y que ahora se quebraba en sollozos. Él la abrazaba y sentía el temblor a través del calor de su blusa. Acababa de sentir la humedad del miedo que la atenazaba.
Todo había comenzado hacía una semana, un martes, un día que amaneció sin sobresaltos, sin anclajes para la memoria. El reloj de cuarzo acababa de marcar las doce de mediodía y ella se disponía a salir de casa, cuando el teléfono sonó inorportuno. Era la voz de su marido: “Ah, estás ahí. No te vayas, espérame. He de contarte algo.” Ella quiso preguntarle si había surgido algún problema, pero aunque insistió en una respuesta, la voz no volvió a fluir por el teléfono. La intriga y el nerviosismo comenzaron a planear sobre su estado de ánimo.
Durante los quince minutos que duró la espera, quiso distraerse revisando el fajo de facturas que pacientemente acababa de ordenar y que se disponía a pasar a la señora del tercero izquierda que presidía la comunidad de vecinos, pero le fue imposible. Su pensamiento oscilaba de lo trágico a lo insignificante, de la agradable sorpresa a la noticia más escalofriante; su oído ahora se concentraba en los coches que pasaban por la calle, esperando la parada de algún motor; su corazón se retorcía. Sin embargo, no había identificado el ruido del motor de su marido cuando sonó el timbre. Como era su costumbre, antes de abrir la puerta, ojeó por la mirilla. No era él. Un señor con gabardina de color beige, gafas y bigote esperaba tras la puerta. “Un vendedor”, se dijo, y decidió no abrir. Aguardó unos segundos al otro lado de la puerta para ver si el vendedor se cambiaba a la puerta del vecino. Pero en el mismo momento en que sigilosamente destapaba la mirilla para comprobarlo, unas palabras retumbaron en su cabeza. “Soy yo, cariño”. Cerró aquel agujero rápidamente, sin poder creer lo que había oído. Era la voz de su marido. Miró de nuevo a través de la puerta, observó detenidamente al individuo que se encontraba fuera y, queriendo intervenir sobre el aturdimiento que estaba padeciendo, preguntó tímidamente: “¿Andrés?”
- María, soy yo. Abre, por favor –respondió desde fuera.
Pero María no podía creer lo que estaba viendo. “Será una broma. Un disfraz. ¿Qué día es hoy?”. Sus especulaciones no atinaban a razonar lo que estaba presenciando. “¡Las llaves! Debe tener las llaves. Eso es.” Su mente había encontrado una prueba.
- Andrés, ¿y las llaves? ¿Por qué no abres? – respondió, deseando con toda su alma que a sus oídos llegara algo que le hiciera abrir y lanzarse a los brazos de su marido.
- Las he olvidado en el trabajo, María. ¿Por qué no me abres? –dijo impertérrito el individuo.
“No puede ser cierto, Andrés jamás ha olvidado las llaves en el trabajo. No puede ser”, se repetía. Pero ¿y la voz? Aquella era exactamente la voz de su marido. ¡Era la voz de Andrés! Entonces, en un conato de rebeldía contra su miedo, decidió sacudirse de una vez aquella intriga. Enganchó la cadena del seguro en el bastidor de la puerta y, apartándose, abrió.
- ¿Quién es usted? –preguntó nerviosamente, con voz grave.
- María, soy tu marido. ¿Qué te ocurre? Ábreme, por favor –contestó pausadamente el individuo.
María veía aquellos ojos a través de las gafas, el bigote que ahora adivinaba postizo, aquella calvicie galopante que le asomaba por las sienes, la pose firme e inmutable.... y a medida que comprobaba paso a paso que aquel hombre era un extraño, comenzaba a palidecer. Pero la voz...
- ¡Dios mío! –dijo cerrando de golpe la puerta, casi desfallecida,-¿qué me está ocurriendo? Estoy soñando, sí, esto es una pesadilla.
Pero aún no había agotado todo su ingenio para salir de aquel mal sueño. Fue rápidamente al teléfono y marcó el número del trabajo de Andrés.
- Hola. Soy la señora de Andrés, ¿me puede poner con él? Por favor, es urgente –preguntó a una señorita.
- Andrés no se puede poner ahora mismo, señora, es imposible –contestó cortésmente la chica.
- Pero, ¿dónde ha ido? ¿Ha salido hacia su casa? –la impaciencia le hacía subir el tono de voz.
- No señora, está reunido con dos inspectores. Acabará en breve, señora. Si usted lo desea....-María colgó el teléfono bruscamente. Se dirigió de nuevo a la puerta, dispuesta a dialogar definitivamente con aquel impostor. Abrió, pero ya no había nadie en el descansillo de su cuarto piso. María se vino abajo. Recorrió los escasos metros que separaba la puerta del sofá de la sala de estar y se desparramó. “Ha sido un sueño. Ha sido un sueño”, se repetía una y otra vez. Pero no, en el fondo de su conciencia sabía que el individuo aquel era tan real como ella misma. Sus ojos no la engañaban. María estuvo al borde de la locura durante dos horas. A las dos llegó Andrés, con sus llaves.
Andrés le explicó tranquilamente los diferentes estados de la conciencia. “La alucinación es un estado en el que quien lo sufre es consciente de estar viviendo “su” realidad, que percibe como si fuera la verdadera realidad, pero que no lo es. En una alucinación se ve, se huele, se siente y se oye algo falso...” Pero María no le prestaba demasiada atención. Su mirada estaba perdida entre los rizos de la alfombra india en la que jugaba la pequeña Marta. La voz de Andrés ahora sólo le traía el recuerdo de aquel episodio, algo en lo que no podía dejar de pensar. De repente, miró a su marido, con el ceño fruncido y ojos incrédulos.
- Andrés –dijo.
- ¿Qué pasa, cariño? ¿Y esa cara? –se sorprendió Andrés.
- Ríete, por favor, ríe, canta –pidió María seriamente.
Andrés hizo un gesto para abrazarla compasivamente, pero María sintió una repulsión repentina de aquella compasión y se liberó. Arrancó a llorar.
El viernes María había sepultado sus miedos entre mil quehaceres. Intentaba no pensar, salir de casa vivamente, oprimiendo fuertemente el resorte que le empujaba sobre un terror abismal a algo indefinido. ¿Y si alguien se había obsesionado con ella? Nunca jamás le había pasado algo semejante. “Una obsesión por mí, una mujer normal, casada, con una hija, entre miles de mujeres que en la ciudad desean despertar obsesiones en los hombres...no puede ser real”, pensaba. “¿Y la voz? ¿Cómo pueden existir dos voces tan semejantes en el mundo en dos personas de la misma ciudad?”, todo esto pensaba María, conduciendo todos sus pensamientos a un lugar seguro, en el que poder esconder lo imposible y lo terrorífico.
Aquel viernes por la mañana María acababa de hablar por teléfono con su madre cuando, en el momento en que se levantaba de la mesa del estudio, sonó el timbre con un ring largamente sostenido. María, en un primer impulso, acudió alegremente a abrir la puerta, pero, justo cuando se encontraba a dos metros escasos de la puerta, un pensamiento fugaz e inquietante le hizo pararse en seco. María comprobó cómo su sueño volvía a azotarle de nuevo. Era él, el señor de la gabardina, de nuevo. Sus fortalezas se habían derribado de golpe, sus mejores razones se habían vuelto completamente futiles. Su propia existencia comenzaba a resultarle desagradable. ¿Por qué el azar me castiga de esta manera?, se preguntaba. María decidió sumergirse en aquel pozo oscuro cuyos monstruos la paralizaban. Puso la cadena y abrió la puerta.
- ¿Quién es usted? ¿Qué quiere? –inquirió valiente una respuesta.
- María, ¿por qué no me abres? Soy yo, tu marido, Andrés. No he traído las llaves, creo que las he perdido –contestó aquel.
- ¿Qué está usted diciendo? ¿Mi marido? Yo no le he visto en mi vida. ¿Y cómo sabe su nombre? Márchese, usted no es mi marido, márchese de una vez. O llamaré a la policía –contestó con nerviosa firmeza María.
- Tú no llamarás a la policía porque sabes que esta es mi casa. ¿Acaso no me reconoces la voz? –dijo el extraño.
Pero María ya había iniciado un camino que no iba a abandonar.
- No me importa su voz. Sólo quiero que me deje en paz. ¿Entiende? Márchese y no vuelva. La próxima vez que se acerque a esta puerta tendrá a la policía encima. Se lo aseguro.
- Bien, María, me iré –dijo él, cambiando el semblante de su cara a una triste seriedad nada definitiva. Entonces desapareció de allí.
Sumida en una profunda tristeza, sentada en el sofá, absorta, comenzó a recordar momentos de su vida que pudieran ponerle en la pista de aquel individuo. Rememoró sus primeros noviazgos: aquel compañero de instituto que la perseguía día y noche con un ramo de flores; el chico de ojos verdes que se convirtió en su mejor amigo, hoy pareja de otro de sus buenos amigos; los años en la universidad, las noches de fiesta, los cientos de amigos y decenas de pretendientes que habitaban alrededor de ella, todos tan encantadores....; y, por fin, Andrés, su dulce voz, que la enamoró desde el principio. Entonces un hecho crucial acudió a su mente para hacerla estremecer: el accidente de tráfico de Andrés, la operación que sufrió sobre sus cuerdas vocales, el brazo fracturado, su miedo a que Andrés no se recuperara de todo aquello...

Pero ahora era lunes, aquello había pasado, y María sollozaba en los brazos de su marido, junto a la puerta. Había aguantado todo el fin de semana, aparentando una entereza plausible, hasta que, finalmente, en este momento en que Andrés cogía el maletín, las llaves y se dirigía a la puerta, lo llamó con la cara seria y oscurecida.
- ¡Andrés! –él se volvió y la vio rígida. Hubo un silencio.
Pero ella se abalanzó sobre su cuello.
- ¡No te vayas, por favor! ¡No me dejes sola! ¡Tengo miedo!
Andrés notó la humedad de sus lágrimas en su pecho.
De pronto, el timbre sonó, largamente sostenido. María calló y le dijo al oído, agitada: “Es él, es él, reconozco esa llamada. Andrés, ¿qué vamos a hacer? Llama a la policía.”
- Apártate, por favor. Ve a la cocina y permanece allí –dijo Andrés, un tanto inquieto por las expectativas que le había creado su esposa.
Andrés comprobó, mirando a través de la puerta, que el aspecto del individuo correspondía exactamente al que María le había descrito. Abrió la puerta.
-¿Qué desea usted? –preguntó.
- Hola. Vengo a mi casa. Soy el dueño de esta casa, y sé que mi esposa se encuentra ahí. ¿Y usted quién es? –dijo atrevidamente el individuo.
Andrés sintió que se encontraba ante un loco, ante la irracionalidad y el ímpetu violento de este tipo de personas. Aun sorprendido por sentir su propia voz reverberar en sus oídos, rehusó hacer uso de la razón para convencerlo o hacer ninguna consideración. Retrocedió, pero justo en el momento en que la puerta avanzaba a su cierre el individuo insertó el pie para impedir que cerrara. En un arrebato de rabia Andrés abrió y encaró al hombre de la gabardina y el mostacho, pero éste ya tenía una pistola apuntándole al vientre. Andrés enmudeció, lo miró desolado y, atenuando el volumen de su voz, dijo: “Dígame la verdad, ¿qué quiere?”
En aquel momento se oyó un disparo. María acudió corriendo desde la cocina gritando el nombre de su marido. Al llegar a la puerta sólo vio a su marido tendido en la puerta, desangrándose. Ni siquiera pudo gritar. Cayó al suelo, ipso facto.
En el hospital su madre le contaba que aún no le habían dicho nada a Marta. Era pronto, decía. Lo mejor sería que la pequeña pasara algunos meses en casa de su abuela, que se apartara un poco de la tristeza y pesadumbre de su madre. Ella la visitaría todos los días.
- Ah, y ahora te he de decir una mala noticia: la policía me ha dicho que no hay ningún tipo de pruebas. Ningún vecino vio ni escuchó nada. Dicen que esta investigación va a resultar difícil sin el apoyo de ningún testigo –la madre de María tenía una vitalidad que le hacía sobreponerse a las situaciones más difíciles.
Los psicólogos habían diagnosticado “normalidad” en el informe psicológico que habían redactado sobre María. Habían pasado ya ocho días. Le habían aplicado terapias de choque contra la melancolía a causa del duelo y María había respondido.
En casa María recuperaba su actividad, lentamente. La policía no sabía aún nada del impostor. Ella no les había hablado de aquellos días anteriores. Con todo, el miedo hacia aquel individuo había desaparecido.
Aquella tarde María la pasó en el parque, con Marta. Luego la acompañó de nuevo a casa de los abuelos. A las cinco regresaba a casa. El cansancio le hizo subir por el ascensor, a pesar de lo que detestaba aquel cajón claustrofóbico. La llave sólo dio un giro. Se sorprendió: “Juraría que le había dado tres vueltas”. Entró en casa. Soltó el bolso y el abrigo. Caminó hacia el salón y allí encontró, sentado en el sofá, escondido detrás de un diario ya caduco, a aquel individuo, con su gabardina, su mostacho y sus gafas.
- Hola, María.
- Hola. Has llegado hoy un poco antes –dijo ella, mientras acercaba su cara a la de él para besarle.
- Sí, el brazo cada vez me responde mejor. ¿Quién lo habría dicho tras el accidente?

domingo, 18 de septiembre de 2011

LA ILUSIÓN EN UN GIN TÓNIC

José Antonio Nisa

Sentada frente al enorme ventanal de la cafetería, hundía las uñas en la pulpa de la rodaja de limón que mordía el vaso. Mostraba un aire preocupado y pensativo. Bajo el ceño ligeramente fruncido, sus ojos negros y acuosos dirigían una mirada ácida hacia un punto indefinido del exterior. Una camarera pasó por detrás y miró con extrañeza a aquella mujer solitaria y apesadumbrada. De pronto, el líquido burbujeante y transparente del gin tónic iluminó su pensamiento.
“No puedes retenerme toda la vida. ¿No comprendes que todo esto no ha sido más que una etapa? La vida está formada por etapas y las etapas pasan. Yo nunca perteneceré a nadie, porque soy voluble como el agua. Aunque hierva de pasión, aunque me evapore, aunque caiga desde el cielo y me rompa contra el suelo en mil gotas, aunque me arrastre por entre las mejillas de la tristeza, todo será una y otra vez consumido por el pasado.”
Al cabo de unos minutos, llegó él y se sentó frente a ella. Se rozaron los labios, se tomaron las manos sobre la mesa  y se sostuvieron la mirada en silencio durante largos segundos.
- Ya he tomado la decisión. Se lo diré hoy. Tengo preparado lo que voy a decirle –dijo ella con rotundidad.
- Me alegro por nosotros. Esta situación no puede alargarse más así.
- Y entonces seremos libres, tú y yo, juntos para siempre –concluyó ella con entusiasmo y, al punto, apuró el gin tónic hasta su última gota.
La camarera se acercó y retiró el vaso vacío. Entonces él pidió otro gin tónic y fue como si de repente un enorme halo de luz se posara sobre su pensamiento:
“Ha dicho libre, para siempre. En realidad, yo siempre he sido libre…”

martes, 13 de septiembre de 2011

LA OCUPACIÓN

José Antonio Nisa


El pequeño se aprieta contra mi cuerpo, balanceando suavemente las piernas como un péndulo que muere. Aún tiene los ojos hinchados pero ya ha dejado de temblar. El primer golpe de terror ya lo pasó, ahora está desolado. Me ha preguntado varias veces por Lorenzo. “Papá está al llegar”, le contesto. No me permiten llamarlo por teléfono.
Javier me llamó desde el departamento, ya se había extrañado de mi ausencia. “¿Ocurre algo, María?” El soldado me conminó con el dedo índice a que midiera las palabras. “Javier, hoy no iré a la oficina. Ya te contaré. Ahora no puedo hablar. Es una ocupación.” “¿Cómo dices, María? ¿Ocupación?”
El soldado me arrancó el teléfono de las manos y colgó bruscamente.
“¿Ocupación?”, Javier repitió sorprendido. Era raro que no supiera nada. Él siempre estaba al día. Desde la primera hora de la mañana, antes de que el sol saliera, ya conocía los sucesos de que hablaría el mundo durante la jornada. Pero no, no sabía nada. Había repetido instantáneamente la palabra “ocupación”. No tardará en venir cuando acabe la mañana.
Nos han confinado en la cocina. Mi hijo no entiende nada de lo que sucede. Al principio vio el miedo en mi cara y echó a llorar. Ahora cierra los ojos.
Escucho ruido en el estudio. Parece como si los libros cayeran de las estanterías a plomo. No puede ser. El soldado guardián sigue apostado en la puerta. Fuma. La primera vez me llamó “burguesa”, y rió. Luego me agarró por el brazo y me empujó violentamente hacia la silla. Le pregunto qué están haciendo en la librería. El muchacho tiene bien aprendida la lección. Es una letanía ya conocida que resuena en mis oídos como si viniera de muy lejos: “La cultura al servicio de la burguesía. Eso es. La ciencia, para oprimir al pueblo. Es para lo que siempre ha servido. En esos libros están todos sus cálculos, todos sus métodos de explotación, con los que nos miden y nos pesan. Esta es su sabiduría: una forma de exprimir la fuerza del pueblo, para luego despreciarnos y mandarnos a la miseria. Pero ahora se acabaron los privilegios, los libros, el clasismo, ¡la opresión!” Mientras vaciaban las estanterías el jefe alentaba a los soldados con expresiones de esa enjundia.
Están ahí, en la habitación de al lado. Ejecutan su venganza. Venganza. Ellos sólo pueden rebelarse contra el hombre porque ya han sido derrotados por el destino. No tienen más opción que cortar cabezas.
Me ha dicho el soldado que nos llevarán al campo. Pero ¿y mi casa? Llevamos tan sólo dos meses viviendo en ella. Mi padre no podrá soportarlo. La casa que cedió a su hija, expoliada. Morirá de un infarto. Él se enorgullecía de esta casa. Se jactaba de haber visto correr por sus habitaciones a sus cinco hijos durante treinta años, de haber visto descansar en paz a la abuela en su propio lecho, de haber creado su jardín, de haber visto huir los fantasmas de la ruina. En la última Navidad anunció su agotamiento: sus fuerzas ya no estaban para ocuparse de esta enorme casa. Recuerdo que en aquel momento, como si hubiera sido algo ignorado durante siglos, todos pensamos en sus setenta años, y en la muerte que se asoma a las puertas de la debilidad con su lanza erguida. El nuevo piso de mis padres es pequeño. Lorenzo no veía con buenos ojos nuestro traslado a esta casa, tan enorme y tan escurridiza, pero no pude rechazar el ofrecimiento de volver a la casa donde pasé mi infancia, donde vi nacer a mis hermanos, o morir a mi abuela, donde celebré mis veinte primeros cumpleaños, y donde luego, después de abandonarla, viví tantos reencuentros... Había mucha vida acumulada en cada centímetro de esta casa.
Por detrás de la puerta pasan dos soldados cargando un cuadro: El Grito de Munch. Estoy comenzando a asumir mi situación de derrota: ya sólo aspiro a salir de aquí con mi hijo, y caminar por la acera sin ningún soldado apuntándome. Aun así hago un estúpido intento de reivindicar aquella obra de arte. ¡Eh, oigan, no pueden llevarse ese cuadro!, grito. El soldado se interpone en mi camino y me devuelve a mi sitio.
Ojalá a papá se le olvide venir aquí hoy. Podría matar a alguien. Pero no ocurrirá. Le pregunto al soldado si puedo hacer una llamada telefónica. Me ignora y se dirige al frigorífico. Saca un pedazo de queso y una lata de cerveza. Lorenzo guarda en un cajón del buró las recetas de mi padre. Hoy vendrá a por ellas. Necesita esas pastillas para el corazón.
Un tipo con barba y gafas oscuras entra en la cocina. Se mueve aprisa por la habitación, está buscando algo. Debe ser un jefe. “Nosotros también somos trabajadores”, digo, con la imposible esperanza de que el tipo pusiera mientes en aquellas palabras. Me he sentido ridícula diciendo aquella obviedad, pero pensaba que en su dialéctica podría ser una frase exculpatoria. Sé que habíamos sido acusados de algo. No sé de qué, pero el proceso de expiación ya está en curso con esta ocupación. “¡Burgueses!”, me escupe a la cara aquel individuo. “Qué sabréis qué es el trabajo”, apostilla. No sé de qué habla este tipo. Puede ser que todo se deba a una confusión. Trabajo. Nunca había sentido miedo ante esa última palabra, pronunciada con tanta ira, sin mirarnos a la cara, mientras se afana abriendo las puertas de los muebles de la cocina. “Si quiere comer algo, en el rincón está la despensa.”, digo inocentemente. Pero el hombre se ha sentido dolido y bruscamente me agarra el cuello de la camisa: “Mira, burguesita, mejor cierra la boca. Esta casa acaba de ser liberada, y ahora es propiedad del pueblo, ¿entiendes? No somos tus invitados.” De pronto no entiendo a qué llama aquel desgraciado “el pueblo”, pero me callo.
Lorenzo regresa del hospital a las tres. Aún quedan veinte minutos. Si hubiera alguna manera de avisarlo. ¿Qué está ocurriendo en la ciudad? No se oyen sonidos de sirenas, ni gritos ni bullicios. ¿Es posible que aún el mundo no se haya enterado de esta venganza? ¿Y la policía? ¿Y el gobierno?
Mañana regresa Antonio.¿Qué habrá ocurrido en la universidad? Se lo pregunto a mi guardián. Pero no me responde. Fruto de mi desesperación, comienzo a hablar con el soldado de mi hijo mayor. “Antonio es un chico inteligente. En el pasado curso obtuvo dos matrículas de honor. ¿Sabe? Es un chico extraordinario.” De repente, el joven de verde me interrumpe con la voz quebrada:
- Señora, sé que usted es una de las mejores neurólogas.
Esto me parece una frase esperanzadora. Si al menos este joven hablara mi mismo idioma.
- Mi madre tiene un tumor en la cabeza y está esperando una operación.
- Lo siento de veras.
De repente se ha abierto un silencio entre ambos creado por dos situaciones muy penosas. Entonces el chico rompe el muro de su fidelidad a la guerra que representaba.
- ¿Usted cree que tiene posibilidades de sobrevivir?
- Claro que es posible que todo vaya bien….
- ¿No podría usted hacerse cargo de ella? –se ha lanzado directamente el soldado por una senda curtida por la desesperación. Pero yo no digo nada, tan sólo lo miro fijamente a los ojos, para que se de cuenta de la situación en que nos encontramos. Intentaré hacerle comprender.
- ¿Por qué permites que se destruyan esos libros? ¿Por qué participas de todo esto?
- Sé que es extraño, pero se trata de la revolución, y para la revolución los privilegios han acabado.
- Entonces entiendes que tener libros o una casa es un privilegio, ¿no es así?
- No se trata de eso. Es la vivienda. Ya sabe: es una gran vivienda.
- ¿Y tengo yo la culpa de tener lo que tengo y de ser quien soy?- grito con un hilo de desesperación en la voz.
Quedamos invadidos por el silencio. De pronto un nuevo soldado aparece por allí sin ningún motivo aparente. Contra este último descargo mi indignación:
- No, ustedes no queréis justicia. Ustedes sólo queréis venganza.
- Es mejor que se calle, señora –me dice el soldado joven.
- Justicia... ¿Y qué harán con las grandes personas? ¿Cortarán los brazos a los artistas?
- Ya no habrá grandes personas, la igualdad será un principio –apunta alegremente el nuevo miliciano.
- Pero, ¿cómo podrán devolver la vista a los ciegos, o el habla a los mudos?¿cómo podrán ordenar los deseos de los hombres? Díganme. ¿No se dan cuenta de que todo eso es una quimera?
- No, señora, ya no existirán ciegos ni mudos. Todo empezará de nuevo bajo un nuevo dios de la justicia y de la igualdad.
- Pobre muchacho –quedo de nuevo agotada ante la cerrazón de aquella panda.
Un alegre jaleo resuena desde el salón. Se oye la televisión. Ahora mi joven guardián es relevado por el nuevo. Este otro está visiblemente bebido. Se sienta y echa la cabeza sobre el bastidor de la puerta.
Se oyen gritos en la puerta. Reconozco la voz de Lorenzo. Me levanto como un resorte, el soldado me detiene, me empuja y caigo al suelo. Poco después, Lorenzo entra en la habitación con las manos atadas atrás. Tiene la ceja ensangrentada. Le abrazo pero otro soldado nos separa. Parece ser el jefe. No tiene más de treinta años. “Doctor Merino, ha sido acusado de posesión ilegítima. El Estado se encargará de proporcionarle una nueva habitación. A usted y a su familia. Esta casa pasará a ser propiedad del pueblo. El estado se encargará de todo...” Lo tiene aprendido de memoria el tipo.
Es interrumpido por nuevos gritos en la puerta. Reconozco la voz de papá. Pongo al corriente al jefe del asunto de mi padre, de su corazón, de las pastillas, pero parece un tipo asquerosamente indolente. Se ríe el imbécil. La ira comienza a brotarme por la boca, insulto y arremeto contra aquellos malditos. Lorenzo me grita para que me calle, pero no puedo quedar impasible. Ingenuamente ordeno a aquel tipo que entregue la medicina a mi padre. No soporto esa risa. Salto sobre él enseñando las uñas. Me empujan y me golpeo con la mesa que hay bajo la ventana. De pronto miro por la ventana abierta, no se ve nada. El jardín. Creo que ha llegado el momento de dar el salto. Sin pensarlo corro hacia aquella salida: el vacío.

Abro los ojos. Veo el horror en la sonrisa de mi padre. Ha perdido un ojo. Un velo rojo le cubre esa cavidad vacía. Siento que la camilla en la que reposo se mueve al ritmo de un motor. “¿Dónde vamos?”, le pregunto a papá, pero él calla. “Es una venganza, ¿verdad? ¿Te dieron las pastillas?” Su cabeza se tambalea. Sé que está muerto. Me dan ganas de gritar pero sólo contemplo por un pequeño ventanuco que hay en el vehículo las fotos oficiales de la nueva ciudad. La cúpula de la catedral finalmente no fue destruida, a pesar de haber sido construida por los capitalistas. “Es una suerte”, digo, pero mis palabras han perdido el eco. “Lástima, también tú te habrías alegrado de ello”, le digo a él, sabiendo que ya nunca entenderá nada.

lunes, 12 de septiembre de 2011

PENSAMIENTOS PERNICIOSOS Y EXTRAÑOS SOBRE TV

José Antonio Nisa

El joven se había colocado en un rincón de la habitación, enroscado en el silencio que imponía el foco de la televisión. El noticiario daba sucesos horrendos que acaecían sobre “vidas inocentes”: violadores, bandas organizadas de rumanos, gitanos expulsados, la nueva droga de diseño que hipnotiza a las inocentes muchachas incautas, y un etcétera de igual enjundia. Miró entonces las caras que estaban a su alrededor y entendió que el pánico y la intranquilidad se habían apoderado de ellas. El horror retratado en las caras parecía alarmarse de la perversidad del ser humano y de todas las barbaridades que este es capaz de perpetrar, todo lo cual le daba un poco de risa. Aquellas no eran noticias útiles, ni bellas, ni agradables, ni exquisitas, ni instructivas, ni prácticas, ni recreativas, y sin embargo allí estaban todos, parte de la masa, de esa masa obnubilada que jamás es preguntada por sus gustos o deseoos, que jamás manifiesta ningún interés por aquello, sino que simplemente lo ve y lo absorbe, como las aves que picotean el trigo depositado en la ventana de los comederos, día tras día, hora tras hora, en una explotación intensiva de las emociones.
Se levantó para correr la cortina y dejar que el aire le refrescara la cara y los pensamientos. Pero aquello no se produjo. Antes al contrario, una tristeza inesperada sacudió su cuerpo al pensar que, más allá del espacio real de la habitación, existían unos envenenadores de mentes a quienes les importaba un rábano que la gente se entretuviera, se instruyera o que fuera desgraciada, y que lo único que les interesaba era minarla de miedo para que así, con la amenaza del terror siempre al acecho no despegara la vista de aquellas pantallas, como el centinela al que siempre tienen en alerta con la amenaza de un ataque sorpresa.
De pronto alguien cambió de canal: Una mujer desconocida con el ceño fruncido y el labio encogido hablaba agriamente sobre otra mujer igualmente desconocida. Las cámaras ponían el foco en el tatuaje que esta tenía sobre los flecos de la piel. Un comentario jocoso sonó del otro extremo del sofá. De nuevo otro cambio de canal. Las palabras de un político tranquilizaban a un periodista, el oponente lanzaba un órdago, la presentadora sonreía,… Todo parecía dispuesto para alcanzar los fondos humanos y ser olvidado al instante. De nuevo más sucesos. Minuto a minuto las noticias se iban desgranando: hubo intento de linchamiento a un violador al que la policía protegía en su entrada a la cárcel; aquel mismo día otro policía corrupto que violaba prostitutas salió en libertad bajo fianza. Las cámaras mostraban su cara antes de entrar en el coche. Un atrevido periodista logró introducir el micrófono en el coche para preguntarle si les obligaba a hacerle felaciones. Cosa importante.
Anuncios. Faltaban sólo diez minutos para que diera comienzo la teleserie favorita. Para su asombro, en lo que debía de ser un instante de solaz, los congregados comenzaron a hablar de los anuncios, inquietamente, saltando unos sobre otros, inquietos ante la inminente serie, como los pollos cuando se abren las tolvas y sale el trigo. De todas formas, la pantalla está hecha a prueba de picotazos, se dijo. Y sin que nadie lo percibiera se levantó y se escurrió hacia el baño. Allí encendió un cigarro y quemó de una bocanada todos aquellos pensamientos perniciosos y extraños. Como él mismo.

domingo, 11 de septiembre de 2011

LA CARCAJADA DEL DESEO

José Antonio Nisa




Cuentan que una noche de ciega oscuridad, la Dialéctica penetró en el bosque. La Razón, su diosa  protectora, la había abandonado en un casual momento de debilidad y no había sido capaz de dar marcha atrás. Su corazón palpitaba, sus pies caminaban sobre un suelo mullido e incierto, los recuerdos le atacaban, como alimañas nocturnas, pero ella se defendía de ellas con su mejor arma: las palabras. En un momento de aciaga desesperanza, el rugido del motor de un coche llegó a sus oídos. Una luz se encendió en su corazón. Sin pensar en nada más, persiguió aquel ruido con la tenacidad del condenado, hasta que, al fin, llegó al claro del bosque en el que vibraba aquel motor. Urgida por salir de aquella locura, penetró a tientas en aquel coche cuyo rojo flameante no reconoció en la oscuridad. Allí esperaba el Deseo, siempre temerario y eterno velador de oscuridades, quien se abalanzó sobre ella y la emborrachó de amor durante toda la noche.
Al cabo, las primeras luces del alba iluminaron sus caras. La Dialéctica sintió entonces las prisas del día y se despidió, sin saber quién era aquel que la había sumido en tal efluvio de placer. Ocurrió sin embargo que, al llegar a casa, notó inesperadamente que su fe en la Razón se había desvanecido mágicamente. Poco después descubrió que su diosa protectora la había abandonado para siempre. Al principio quedó abrumada por la insoportable soledad, pero al poco tiempo sintió cómo un impulso superior a cualquier voluntad ultraterrena le conducía de nuevo al bosque. Así fue cómo, día tras día, noche tras noche, la Dialéctica regresó a aquel lugar en busca del rugido encantado y dispuesta a dejarse penetrar por el veneno del Deseo.
Aquella vida límite, sin embargo, no pudo durar más de lo que su debilidad le permitió y, al poco tiempo, acabó siendo consumida por la ciega locura de aquel amante insaciable. Lo único que los hombres recordaron de ella fue su nombre.
Desde entonces, cuando desde algún punto del universo alguien, invocando a la diosa Razón, se pone en manos de la Dialéctica,  una luz cegadora hace un guiño a la noche, desde lo más profundo del bosque, y la poderosa carcajada del Deseo se ríe de nuestro propio engaño.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

CON EL CULO CAÍDO

Los sindicatos: para echarse a reír al contemplar cómo con el culo caído y en carrera fatigosa quieren subirse al carro de los indignados. Y es que han comido tanto durante estos años. Pero no se engañen, es todo un papel que representan ante la población española: una cuestión de supervivencia, simplemente.
A estas alturas, hablar de Comisiones Obreras y de UGT es hablar de la reiterada y vieja traición a la clase trabajadora. Pero no hablaremos en abstracto, para que no nos contesten en abstracto. Recurramos a lo concreto, a ver:
CCOO y UGT reciben cada año del gobierno 200 millones de euros, de las cuotas de los trabajadores otro tanto, y del Fondo Social Europeo y de las comunidades autónomas otras decenas de millones de euros difícil de cuantificar. Parte de este capital está invertido en valores bursátiles o inmobiliarios, otra parte la reparten entre los más de 200.000 trabajadores que poseen entre ambos, liberados de diferentes empresas e instituciones, algunos de los cuales han demandado a sus patrones sindicales por precariedad laboral, y otra parte también muy enjundiosa la emplean en distintas empresas propias o ajenas encargadas de dar cursillos a empleados o desempleados (véase el caso Maforem).
Lo más lamentable y deleznable, no obstante, son los episodios de traición a las reivindicaciones obreras que en su día encabezaron los sindicatos citados. El historial es enorme, extensísimo: SINTEL, Telefónica, IBERIA, trabajadores del SAE, jornaleros, … Ahora al verlos al lado de los profesores, pienso que también quieren comerse ese plato, pero quizá sea bueno saber que el terreno educativo también lo abonaron de traiciones. A ver, tiro de la memoria: estos sindicatos propiciaron con su firma a espaldas de los trabajadores que representaban (profesores interinos) la creación del sindicato SADI, que, dicho sea de paso, y a consecuencia de aquella traición, los barrió en las siguientes elecciones sindicales en el sector. También está todavía en el recuerdo el pacto que sellaron con la Consejería de Educación cuando la gran masa del profesorado rechazaba aquella famosa Orden de Incentivos (seudónimo de la impronunciable Ley de mejora de la Calidad Educativa).
Y la pregunta es: ¿qué pueden hacer estos sindicatos si ya se han convertido en auténticas empresas cuyo capital depende en gran medida de los gobiernos? No, no podemos esperar que estos sindicatos nos defiendan, sería una ilusión hacerlo. Podemos decir tranquilamente que los sindicatos están comprados por el gobierno, sí, podemos hacerlo, y aquí hemos de respetar la legítima desobediencia a la llamada de estos sindicatos que pueda mover a cualquier persona.
Ahondando un poco más en la crítica de estos sindicatos, lo que verdaderamente enajena la esperanza es pensar que no hay nada, ni un sindicato, ni un partido que, ante una tropelía como la que está llevando a cabo este gobierno, promueva la solidaridad entre todas las clases sociales de este país. Los sindicatos no reaccionaron cuando pudieron hacerlo: en aquel mayo de 2010, llamando a la huelga general de forma inmediata y en cambio, argucia habitual, esperaron que las cosas se enfriaran en verano, para luego en septiembre jugar a la huelga general. Fracaso estrepitoso: por supuesto. Eso sí, también en aquella ocasión supieron dividir a los trabajadores convocando por un lado a los funcionarios y por otro al resto de trabajadores. Aún recuerdo el lamentable espectáculo que dieron cuando después de una reunión en Moncloa, salían a los medios para anunciar que no habría huelga general pero sí de funcionarios. En el teatro que han representado los sindicatos mayoritarios durante años y años, eludiendo hacerle daño al gobierno que los alimenta, en los últimos tiempos ni siquiera ya se colocaban la careta y salían a cara descubierta, para nuestra indignación, o nuestra ignorancia.
Ante este espectáculo la disolución de la sociedad es manifiesta, los colectivos de trabajadores no son solidarios y la mayoría ha sucumbido al egoísmo que parece exigir el sistema capitalista, lo cual resulta totalmente desalentador. La existencia de sindicatos que hacen este juego, que contribuyen a la sectorización y desunión de la clase obrera no deja de ser un mal horrible para nuestro pueblo.
Por eso, no podemos mirar a los sindicatos más que de soslayo, y hemos de imponer nuestra voz y quitarles los micrófonos, para que no capitalicen nuestra indignación, y romperles las banderas y decirles que se vayan, puesto que ya nada nos representan. Y entonces: entonces comenzaremos a respirar otro aire. Y quizá con eso hayamos avanzado un paso.

lunes, 5 de septiembre de 2011

CRUZARÉ MIL VECES EL RÍO PARA VERTE




María esperaba a la sombra de unos sauces que se balanceaban sobre la corriente del río. En la espera, la juguetona brisa ribereña columpiaba sus cabellos despeinados. Su rostro,ufano y relajado, parecía hechizado por el río inquieto. Dieron las cinco, y el viejo abrió la cadena del trasbordador. No había nadie más. María se levantó y se concentró en bajar los peldaños hasta la plataforma. El viejo se acercó y le ofreció su mano para bajar; ella percibió su olor, su tacto, las líneas marcadas de la vejez. Luego el hombre esperó tres minutos, tras los cuales cerró la cadena y puso el motor en marcha. El viejo le hablaba: le contó lo del perro, cuyo ojo fue extirpado por las uñas del gato en una pelea; reflexionaba sobre la crueldad: “La crueldad y la sensibilidad cambian con las generaciones”, decía. Ante el silencio de María, calló y la miró con ojos cansados de mirar. Ella vio de repente cómo el río había penetrado a lo largo de tantos años en su rostro.
Al llegar a la otra orilla, el viejo amarró la plataforma y se dirigió a la entrada. Abrió la cadena y se despidió de la chica con la misma mirada cansada. En ese momento ella acercó su cara al hombro del anciano, cerró los ojos e hizo una alegre y solemne aspiración. Luego le miró fijamente y al fondo de su rostro vio unos ojos azules cuyas pupilas titilantes le confirmaban su teoría. Bruscamente volvió la mirada y se despidió de él, con la satisfacción de haber resistido de nuevo el impulso ciego de decirle “adiós, papá”.

sábado, 3 de septiembre de 2011

OFFSIDE

José Antonio Nisa



Según me contaron, mi madre tuvo un buen parto, sólo que a los cinco días de mi alumbramiento el diablo le robó la memoria de aquellos nueve meses de atribulación: me depositó en casa de mi abuela y se marchó con un tipo del norte, para no verme nunca más. Entonces yo apenas existía, y no pude decirle siquiera adiós.
Mi abuela era una mujer de costumbres patriarcales, su severidad era un lastre ancestral que jamás se había cuestionado. Tenía por principio no escuchar ni mirar a los niños. Y así pasé casi toda mi infancia encerrado en mi habitación, hostigado por el mundo, sin más derechos que los de una existencia inconsciente. Recuerdo los momentos en que mi abuelo me permitía sentarme a su espalda y ver los partidos de fútbol. Cuando nuestro equipo marcaba, al principio él no se inmutaba, yo contenía las ganas de saltar para no enfadarle. Entonces él volvía la cabeza, me miraba y, apuntando a la televisión con el dedo, con la convicción que le daba la indiferencia de su propio ocaso, me decía: “esos somos nosotros”. Hasta varios años más tarde no entendí qué quería decir aquella frase.
Cuando terminé la escuela comencé a entablar cierta amistad con Lorenzo, un joven repartidor de pan, ante quien durante años jamás había alzado la mirada, como ocurre con esos personajes retratados en el decorado de nuestra vida cuando entramos en escena. Todo fue una pura casualidad. Cierto día me encontraba sentado en la escalinata de casa, cuando al dejarme la bolsa, sin saber por qué, le miré a la cara. En aquel momento, como respuesta a mi mirada, me saludó y me preguntó si había visto a los “rojos”. De pronto, hubo una química. Y durante los siguientes cinco minutos él se volcó sobre la conversación con pasión, hablándome de la casta, de las emociones, y del fenomenal ariete que habíamos fichado aquel año. A partir de aquel día, aquel hombrezuelo se tomaba sus minutos para intercambiar conmigo unas palabras. Me hablaba cariñosamente pero con efusión, y aunque aquella amistad que acababa de comenzar sólo se movía en el terreno de nuestro deporte, el tono de voz y sus frases eran tan cálidas y absorbentes que llegué a convertir aquel momento en un hito de mi anodina vida diaria. En el fondo sabía que jamás nadie me había tratado de aquella manera y que aquel hombre me hacía sentir diferente. Imaginaba que quizá aquello era lo que yo habría recibido de mi padre, si hubiera existido, y en aquella ilusión yo navegaba.
Por aquel entonces yo vivía en plena adolescencia. Eran tiempos duros. Mi abuela ya no quería saber nada de mí. Ella sólo esperaba que encontrara un medio de vida con el que pudiera hacerme un hombre. A la semana apenas me daba algunas monedas para comprar tabaco. Pero yo ya había recorrido toda la ciudad en busca de trabajo: en tiendas, en el puerto, en el mercado, en talleres... pero en ningún lugar había un hueco para un chico de dieciséis años imberbe y enclenque como yo, que, además, ni siquiera podía acreditar su filiación.
Con el tiempo la necesidad me hizo aguzar el ingenio: en el barrio chino conocí una casa de empeños. Allí comencé a llevar algunos objetos que mi abuela tenía olvidados en el desván: lámparas antiguas, ceniceros de bronce, barras de cortina,.... Al principio no me daban demasiado, pero luego cambié el tipo de género que llevaba: la ropa era rentable, y mi abuelo tenía un armario lleno de antigua ropa militar y de abrigos de cuero embadurnados de naftalina. El dinero que iba sacando por todo aquello me permitía pasar horas en el bar y divertirme observando las apuestas en las peleas de gallos o en las carreras de coches, que siempre terminaban en broncas. También había empezado a gozar pavoneándome delante de las chicas, exhalando el humo de un cigarro y exhibiendo mi joven virilidad.
Cierto día del final del verano el simpático repartidor de pan me invitó a una reunión vespertina de hinchas de los “rojos”. No fui yo quien sonrientemente dijo que sí: alguien en mi interior me empujaba ciegamente hacia la fatalidad. A las ocho de aquel mismo día, al fondo de una taberna de enormes cristaleras, Lorenzo me presentaba a toda la cámara de los Leones Rojos: quince tipos de fuertes brazos y cabezas rapadas, machacados a la vista de los dientes rotos y las múltiples cicatrices que exhibían, entre quienes, después de varias cervezas, me sentí protegido, arropado y mecido cual bebé entre los brazos de su madre. De madrugada, el coche de Lorenzo depositaba mis despojos en la puerta de casa de mi abuela: “Desde hoy eres un hermano, no lo olvides.” Aquella frase resonó en mis oídos durante toda la noche, como el pistoletazo de salida de una carrera que iba a cambiar mi vida definitivamente.
Durante las siguientes semanas comencé a darme cuenta del paso decisivo que acababa de dar en mi vida, pero yo no dudé un momento en dejarme querer y convertirme en un nuevo “león”, con todo lo que ello implicaba.
El primer domingo que fui a ver a los “rojos” tomé todo tipo de bebidas. En la taberna los camaradas me enseñaron cómo esconder las botellas, cómo escurrirme detrás de los señores decentes que entraban en el estadio, o hacia qué parte del estadio había que blasfemar. Y hacia allí partimos moviéndonos en grupo hasta que en las puertas del estadio nos separamos, para no llamar la atención. El partido pasó entre bromas, insultos y cánticos. Creo que nadie llegó a ver el gol del equipo contrario, pero ya nada importaba, éramos los mejores y había que brindar por ello. Cinco minutos antes de que el partido acabara salimos rápidamente del estadio y nos dirigimos a la puerta 26, lugar por dónde los hinchas del equipo rival tenían que salir de un momento a otro. Muchas veces había oído hablar de las batallas después de los partidos, de los lances de la pelea, y de las “victorias” en casa, pero aquel movimiento rápido de tropa me puso el corazón en un puño. De pronto, en aquella espera de diez minutos las piernas me temblaban, se me había cogido un nudo en el estómago, la saliva había desaparecido de mi boca. Lorenzo se acercó a mí, me puso un grueso palo de madera en las manos, y, sin mirarme a los ojos, me dijo: “pega todo lo fuerte que puedas”. Miré a mis “hermanos”. El brillo había desaparecido de sus ojos; se respiraba un silencioso nerviosismo. Comenzaba el auténtico juego.
Los hinchas enemigos salieron y quisieron dar un rodeo para salir a la avenida principal, donde les esperaban los autobuses, pero aquel pasaje se convirtió en un callejón sin salida, allí los esperábamos nosotros para enseñarles quiénes eran los que podían gritar en nuestro estadio. Los golpes no tardaron en derramarse por doquier: puñetazos de todos los colores, patadas a todos los niveles, botellazos, y muchos, muchos palos. Era nuestro juego, salvaje, fiero, pero necesario. Era nuestra única razón. Aquel día sufrí mi primer derrame nasal, pero entonces yo no sentí nada, el corazón iba mucho más allá. Con la tranquila sensación de sentirme arropado por decenas de puños, pegaba y me desfogaba violentamente contra seres que no conocía de nada, que no me habían hecho nada y que probablemente eran tan escoria como todos nosotros.
Mi vida adquirió sentido en aquellos años. Mis “hermanos” eran lo único que tenía en la vida, mi único apoyo en aquella sociedad que me había despreciado desde mi nacimiento. Desde luego no estaba dispuesto a renunciar a ninguna exigencia de nuestra “comunidad”.
Con el tiempo llegué a encargarme de contratar nuestros propios autobuses para ir a otras ciudades a  seguir a los “rojos”.  En la agencia de transportes conocí a Malena, una chica de clase media, hija del dueño de la empresa. Creo que llegué a sentir algo así como un enamoramiento. Comencé a salir con ella, pero jamás llegué a compartir el amor que tenía sellado en la otra parte de mi corazón: durante seis meses le oculté que pertenecía a los Leones, intentaba ocultar las cicatrices y los rasguños que sufría en los estadios y me excusaba todas las tardes ante ella para ir a la taberna, donde me esperaban los camaradas. Ahora sé que Malena me quería. Para estar más cerca de mí incluso quiso interceder para encontrarme un trabajo en la agencia, pero yo no tenía demasiado tiempo para ella. Después de varios meses de relación, ella me dejó, razonablemente. Yo no había sido capaz de romper mi atadura a mis hermanos para dedicarle ni un segundo de mi vida, y entendí que aquello era imperdonable.
Siempre estuve enamorado de Malena. Cuando los domingos volvía en el autobús, sumido en la fraternal inconciencia del alcohol y los golpes, de pronto se me venía su imagen, y pensaba en una vida con ella. Bajo un conato de tristeza, me agitaba de pronto. Entonces me levantaba, me volvía hacia los míos y comenzaba a entonar nuestro himno. Todos me seguían.
Los años pasaron y lo que al principio sólo fue una nueva diversión, finalmente se convirtió en un modo de vida. La banda de los “leones” era respetada en la ciudad, y temida en los estadios enemigos. Algunos medios de comunicación ya hablaban de nosotros. Poco a poco la policía se fue convirtiendo en nuestro nuevo enemigo. Nos controlaban, nos hacían un marcaje férreo hasta que finalmente, casi siempre, salíamos de bronca con ellos.
A los siete años de mi bautizo en la banda, comenzó el declive de los “leones”. Un sábado, la policía llamó al timbre de casa para leerme los cargos: estaba detenido por altercados con las fuerzas del orden. Desde la puerta le grité a mi abuela que iba a salir y que volvería pronto. Estuvimos tres días en los calabozos de comisaría. Al cabo, nos dejaron ir con un aviso: la próxima vez seríamos juzgados. Fuimos a la taberna a emborracharnos.
Al volver a casa mi abuela me gritó, me maldijo, y me anunció que tenía que salir de allí. Mi vida acababa de ser incendiada.
Aquella noche dormí en casa de Lorenzo. A la mañana siguiente me desperté solo, Lorenzo estaba repartiendo. Fui entonces a la taberna, pero no había nadie. “El juego se ha acabado. Ya no quiero más complicaciones. Tenéis que entenderme”. Fueron las palabras de Oliver, el dueño del bar. Me largué cansado, triste. “El juego ha acabado”, el eco de aquella frase seguía sonando en mi cabeza.
Pasé por la agencia de transportes. Me quedé mirando por la ventana. Allí Malena hablaba con alguien. Cuando se marchó el cliente, ella me avistó. Quedó turbada. Las miradas fueron fijas, pero algo turbias, querían decir algo más. Un hombre apareció por una puerta interior de la oficina, se acercó a ella y le despidió con un beso. Desaparecí.
El paseo que bordea el río está lleno de parejas que se agarran de la mano y conversan. Los barcos flotan sobre el agua verde oscura del muelle. Algún día tendré mi propio barco, me he dicho.

viernes, 2 de septiembre de 2011

LEE A CORTÁZAR (I)

Me lo anunció Luisa: “Rayuela es de las mejores novelas que he leído en mi vida.” Y es que Cortázar es el tipo que siempre todo lector implacable ansía descubrir. Para cualquier tipo de estos que gozan de lectura, tipos que nunca estarán hechos, ni acabados, ni afinados, ni siquiera cubiertos de las escamas necesarias para no sentir las dentadas de los cocodrilos, para esos tipos siempre será un gran descubrimiento.
Aquí, Rayuela:
“La Maga se peinaba, se despeinaba, se volvía a peinar. Pensaba en Rocamadour, cantaba algo de Hugo Wolf, me besaba, me preguntaba por el peinado, se ponía a dibujar en un papelito amarillo, y todo eso era ella indisolublemente mientras yo ahí, en una cama deliberadamente sucia, bebiendo una cerveza deliberadamente tibia, era siempre yo y mi vida, yo con mi vida frente a la vida de los otros. Pero lo mismo estaba bastante orgulloso

de ser un vago inconsciente y por debajo de lunas y luna, de incontables peripecias donde la Maga y Ronald y Rocamadour, y el Club y las calles y mis enfermedades morales y otras piorreas, y Berthe Trépat y el hambre a veces y el viejo Trouille que me sacaba de apuros, por debajo de noches vomitadas de música y tabaco y vilezas menudas y trueques de todo género, bien por debajo o por encima de todo eso no había querido fingir como los bohemios al uso que ese caos de bolsillo era un orden superior del espíritu o cualquier otra etiqueta igualmente podrida, y tampoco había querido aceptar que bastaba un mínimo de decencia para salir de tanto algodón manchado.”

jueves, 1 de septiembre de 2011

LAS VEINTE PUÑALADAS DEL DIABLO

José Antonio Nisa

"La chica emprendió la huida en una carrera despavorida. Él la seguía con tenacidad. Al llegar a la puerta interior del garaje, logró soltarse y ganar algo de tiempo. Con las prisas que le impedían reparar en el vestido rajado, se encaminó hacia el ascensor semidesnuda. Entró y, con manos temblorosas, pulsó el número cinco. Tres, cuatro,... el silencio del edificio reverberaba en el habitáculo del elevador,… cinco. La puerta se abrió. Fue justo cuando, para su espanto, apareció el individuo, interponiendo el pie entre las puertas metálicas.
- Dame el teléfono móvil –dijo, antes de mostrar una sonrisa de vencedor-. No quiero que nadie nos interrumpa.
La chica hurgó en el bolso, revolviendo todo el interior mientras le miraba a la cara con un horror paralizante. De pronto, algo le sacudió la mano dentro del bolso y su mente comenzó a recibir sangre de nuevo. Le entregó el móvil y él se olvidó de ella durante los instantes en que buscó un número e hizo la llamada. Sus manos se serenaron de repente y se volvieron rígidas y fuertes, como si toda su alma se concentrara en ellas. Cuando él terminó de hablar al teléfono, se volvió ligeramente para apagarlo. Aquel movimiento fue la señal que le dio el diablo para entregarse a él bruscamente.
La señora entró en el piso con el rostro exangüe. Había regresado de Madrid aquella misma tarde. Dos horas antes, alguien había utilizado el teléfono móvil de su hija para llamarle y decirle que fuera a recogerla a la quinta planta del edificio Stein. Allí la encontró sentada en el sofá en postura hierática. Al ver a su madre, arrancó a llorar y se arrojó hacia sus brazos.
- Nunca pensé que sería capaz de hacer algo así. Tenía miedo, pero cuando lo toqué vi una luz. Era la única salida. Luego… me llevó el diablo.
Dos policías atravesaron el salón, uno de ellos llevaba entre las manos un punzón ensangrentado envuelto en una toalla.
- Homicidio con ensañamiento.
- No hay duda.”

VANIDAD

José Antonio Nisa
Entre las estrellas que yacen en el fondo del mar, repantigadas sobre las piedras, unas, arrastrándose sobre la arena, otras, iluminadas por las luces espectrales de las tinieblas, se hallaba tumbada una falsa estrella, agitándose con ardor, soñando con ser una de las verdaderas el día en que el movimiento encadenado de sus cinco brazos consiguiera entonar su misma melodía. Un día, para su tristeza, vio cómo las otras estrellas dejaron de mirarla. Fue entonces cuando, cansada de fingir, por fin abjuró de su propio engaño, subió a la superficie, y de nuevo comenzó a respirar, como los demás corazones.

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