La
continua obcecación de los partidos políticos por imponer sus propias leyes
educativas, y hacer ondear su bandera victoriosa también en este terreno, ha
puesto de relieve, una vez más, la decadente moralidad de la clase dirigente, y
en particular la del gobierno actual, quien no ha dudado a la hora de hacer un
uso déspota y caprichoso de su mayoría absoluta.
Desde la
LOGSE, la madre de todas las reformas, hasta esta reciente LOMCE, pasando por
la LOCE, de unos, y la LOE, de los
otros, a lo largo de los últimos veinte
años todas las reformas educativas que se han sucedido no han supuesto sino
torticeros intentos de dejar una marca político dogmática en el sistema
educativo por parte de los partidos de turno. Tal es la ética que sostiene la
política española y sus partidos. Algo absolutamente bochornoso.
Ahora toda
la opinión pública se cierne sobre la nueva Ley, sobre sus nuevas imposiciones,
cuyos efectos se vaticinan devastadores, pero poco se habla de la Educación con
mayúsculas, y poco parece interesar profundizar en este terreno, pues sin duda
al hacerlo se corre el riesgo de desentrañar la enorme hipocresía que domina
las sucesivas políticas educativas desde casi su mismo origen.
El sistema
educativo en nuestro país es desastroso. Así lo corroboran los parámetros
internacionales: la OCDE, el informe PISA o el índice de fracaso escolar. Pero
no es necesario recurrir a las macrocifras de los rankings internacionales; la
realidad más cercana habla por sí misma, como muestra tan sólo un dato: los
padres que solicitan un centro concertado para sus hijos casi igualan ya a los
que demandan un centro público. Y esto a pesar de que la opción les supondrá
mayor gasto y de que la ratio de los centros concertados es mayor que en la
escuela pública. Este dato debiera bastar para ponernos en alerta sobre lo que
está ocurriendo en la escuela pública actualmente. Y por encima de eso, debería
hacernos reflexionar sobre hacia dónde camina nuestro sistema educativo y hacia
dónde arrastra con él a generaciones y generaciones de jóvenes.
A pocos
les queda la duda de que el sistema de enseñanza en nuestro país necesita una
reforma urgente. No es posible esperar mucho más si verdaderamente se quiere
salvar todo el esfuerzo e inversión de tantas personas durante tantos años en
la Enseñanza Pública. Esta reforma de la LOMCE, sin embargo, muy lejos de
atajar los problemas verdaderos de la enseñanza pública, parece haber sido
dictada para perpetuarlos y, siguiendo con
la política de adelgazamiento de todo el aparato del Estado en beneficio
del capital privado, dar un impulso a las escuelas privadas concertadas.
Sin
embargo, analizando brevemente el camino que han seguido las políticas
educativas de los últimos años, esta nueva reforma no deja de ser más que el
paso natural siguiente de aquellas. De hecho muchas de las medidas que aparecen
en la nueva ley ya habían sido concebidas durante el gobierno socialista: La
Agencia de Evaluación Educativa y sus famosas pruebas de diagnóstico con sus
rankings internos; la evolución del papel del director en los centros hacia una
figura separada del claustro, gerente y representante de la Administración; la
inexistente voz de los claustros en las decisiones de organización y
planificación de los centros; el cada vez más reducido papel del Consejo
Escolar;… todo había sido ya diseñado por el anterior gobierno. De hecho en la
última década el porcentaje de centros públicos en España ha caído casi un 4%,
siendo Andalucía la comunidad donde mayor descenso se dio, un 11%. No podíamos
esperar entonces otra cosa de un gobierno conservador, tal y como se habían
planteado las políticas anteriores.
Algunos de
los calificativos que se han vertido sobre la LOMCE no son otros que los males
de los que adolece la enseñanza desde hace muchos años, por lo que esta
crítica, además de atacar a los artífices de la reforma, saca a relucir cuantas
miserias han abocado a la Educación española al esperpento que es hoy día.
Cabe aquí
pararnos y analizar uno de los azotes más severo con que la opinión pública ha
fustigado a la nueva Educación: la del mercantilismo y utilitarismo que la
domina.
La
reflexión que surge en este punto nos pone, sin embargo, los pies en el suelo.
Porque ¿desde cuándo la educación en nuestro país no ha tenido más sentido
último que el de servir al mercado o a las instituciones del Estado? Desde donde nos alcanza la memoria no dejamos
de contemplar cómo aquellos jóvenes que optaban por una formación profesional o
por una carrera universitaria no tenían otra intención que adquirir una
preparación que les permitiera trabajar en tal o cual empresa o institución, ya
a un nivel u otro. Hace años, la posesión de estudios universitarios o
simplemente el bachiller eran además un medio de ascenso social; hoy, esa
garantía se ha esfumado y los estudiantes optan en su mayoría a un puesto de
trabajo ya en el aparato del Estado, ya al servicio de una empresa privada.
Tratar de ver con otros ojos esta realidad de la educación media y superior en
España no es más que un torpe autoengaño. Nos guste o no, esta es la Enseñanza
que hemos tenido y aún tenemos en España: una enseñanza adaptada a las
necesidades del mercado y de las instituciones del Estado.
Veamos si
no el auge que se está produciendo de las enseñanzas no regladas actualmente: las academias privadas
preparan a futuros opositores, enseñan inglés, enseñan profesiones demandadas
por la sociedad, con todo un despliegue de medios publicitarios. La enseñanza
privada ha crecido en los últimos años y, sin entrar a cuestionar su calidad,
es un buen indicativo de la demanda social actual en este terreno. El sistema
productivo demanda determinados conocimientos, determinadas profesiones, así
como el Estado define con exactitud los contenidos para la incorporación en sus
instituciones, y la enseñanza privada, con la sagacidad de los mercaderes, se
adapta perfectamente a esas exigencias.
En cuanto
a las enseñanzas oficiales, nunca como hoy ha sido tan denostada la idea de una
enseñanza sin una utilidad, sin ese objetivo último de la empleabilidad de los
estudiantes y de la capacitación para la actividad profesional. El concepto de
rentabilidad de la enseñanza, y de “rendición de cuentas”, repetido
incesantemente en la redacción de la LOMCE, se está imponiendo con toda
autoridad en el debate público sobre la educación, y pocos parecen
cuestionarlo.
No es
discutible que hoy día la educación se encuentra a merced del mercado y de los
agentes económicos. La LOMCE declara esa realidad abiertamente en su preámbulo.
Y sin embargo, llama la atención que en la relación de fines del sistema
educativo español, figuren doce principios, tan solo uno de los cuales hace
referencia a la preparación de los estudiantes para la actividad profesional. A
pesar de que dentro de ese epígrafe encontramos objetivos como el respeto a los
derechos humanos, la formación para la cohesión social y la solidaridad, o el desarrollo de la
creatividad, la iniciativa personal y el espíritu emprendedor, toda la
infraestructura del sistema educativo se centra en ese objetivo primordial que
es la “capacitación para la actividad profesional”, siendo todos los demás
fines simples efectos colaterales de este último. Desde luego, a nadie se le ocurre hoy día
valorar los niveles de la Educación en nuestro país con aquellos parámetros del
respeto y la solidaridad, o de la creatividad y la iniciativa personal, ni
siquiera a las agencias de evaluación educativa con sus famosas pruebas de
diagnóstico, ni siquiera a los organismos internacionales que diseñan el
informe PISA. Por otro lado, ¿podríamos concebir pruebas en las que se midieran
el respeto a los derechos humanos, la tolerancia o la creatividad?
Es, por
tanto, más que una evidencia que las leyes educativas y los gerifaltes que la
implantan no hacen más que ratificarse en su propia hipocresía y que todos esos
fines humanistoides que declara perseguir no son más que una sarta de
blasfemias para el sistema neoliberal al que se ofrenda este largo rito de la
educación.
El sistema
educativo se descubre así como la vía por la cual el Estado sirve al Sistema
neoliberal y a sus capitalistas de la mano de obra cualificada necesaria para
su funcionamiento. En los últimos
tiempos los poderes económicos han ido determinando el uso mercantilista y
utilitario del sistema educativo, dando por sentado que es el Estado quien ha
de correr con los gastos de la cualificación de la población que formará parte
de los medios de producción del capital. Es el Estado quien debe asumir el
papel de cualificar a esa minoría de trabajadores de alto nivel que
constituirán el capital humano pensante y director de las empresas; es el
Estado quien debe crear esa bolsa de técnicos de menor rango y cualificación
para el manejo de las máquinas, y es el Estado quien se ha de encargar de
propiciar y disponer una bolsa y ordenada de obreros dóciles sin cualificación
al servicio del mercado y las necesidades del capital. La Universidad, por su
parte contribuye en la aportación de especialistas al sistema: las cabezas
pensantes del capital, los científicos, técnicos e ingenieros preparados con
medios públicos, quienes tras tamaña inversión quedan a las puertas de la gran
empresa al servicio de otra explotación aún más sangrante. Es según aquel
principio de utilidad, largamente rumiado en los foros políticos, que se
cierran facultades universitarias no rentables, al no tener un número mínimo de
alumnos, o que desaparecen ciclos formativos que ya cubrieron la demanda de
obreros especializados.
Dentro de
esa dinámica utilitarista, las distintas reformas educativas poco a poco han
ido despojando a la escuela pública de materias consideradas “inútiles”, y al mismo tiempo reforzando las llamadas
asignaturas “instrumentales”, es decir, se ha ido construyendo una escuela
meramente instrumental. La Historia, la Filosofía, las distintas formas de
arte, por ejemplo, han ido ocupando, cada vez más, lugares marginales en la
escuela. Y así podemos encontrar libros de Conocimiento del Medio en los que la
Historia de España queda expuesta en ocho páginas, con todos sus reyes y sus
batallas, que será enseñado a los niños en las postrimerías del curso, y
justificarán a su paso el prolijo saber de la escuela española.
No hay que
ser muy avezado en la materia para saber que la educación que se da en nuestras
escuelas no incita demasiado a pensar, ni a criticar, ni a reflexionar sobre el
mundo, y mucho menos fomentan la creación, el arte o la construcción, pues las
enseñanzas oficiales son dictadas por el gobierno y se encuentran diseñadas
para que el joven se adapte a la sociedad establecida, a ese mundo oficial que
marca el capital y sus gobiernos. Los conocimientos que predominan son
eminentemente técnicos, ya en las ciencias, ya en las humanidades, con una
misión eminentemente propedéutica. Innumerables datos, conceptos y técnicas acaban
perdiéndose en la estela de una memoria selectiva que pone en entredicho los
principios y objetivos de un sistema cuanto menos cuestionable.
Estamos pues ante el leitmotiv que dirige la política
educativa, dentro de una filosofía ya de lejos asumida por los gobiernos anteriores,
todo lo que nos lleva a pensar que ni a los dirigentes ni a los poderes fácticos
del sistema interesó nunca una sociedad que reclamara sus derechos y tuviera
los ojos abiertos ante las injusticias y privilegios de unos pocos, ni que en
las escuelas se enseñe un derecho básico, ni que se discuta sobre las noticias
de los periódicos, ni sobre temas candentes de actualidad. Y para alejar ese
fantasma un día tomaron la palabra “adoctrinamiento” y la redefinieron para descatalogar
el diálogo, el debate y la alineación de posturas dentro de las aulas, y se
deshicieron de aquella Educación para la Ciudadanía inocua y descafeinada por
si las moscas. La ética y la política quedan fuera de los currículos oficiales,
a expensas de la cada vez más reticente voluntad de un profesorado a meterse en
terrenos poco comprendidos por nadie y mucho menos exigidos por la misma
sociedad. Eso sí, paradójicamente, los enseñantes de Religión siguen todavía
llevando el dogma de la Iglesia Católica a las escuelas, una especie de nacionalcatolicismo
adaptado a los nuevos tiempos, hablando sin querer sobre el aborto, sobre el
papel de la mujer en la familia, los demoníacos métodos anticonceptivos o sobre
la beneficencia de la Iglesia para con los pobres. Pasen unos, pasen los otros por el gobierno, la
Religión, cual derecho consuetudinario proclamado por los siglos, parece ser la
única disciplina a la que el capital y sus dirigentes no se han atrevido a
morder.